Cosas Buenas

Columna: Jesús y nosotros, bautizados para una misión

Estamos celebrando este fin de semana la Fiesta del Bautismo de Jesús, el momento que marca el inicio de su ministerio público. Los escritos del Nuevo Testamento coinciden en comenzar la predicación del Señor a partir de este acontecimiento. Nos cuenta el Evangelio de San Lucas  —que proclamamos este sábado y domingo— qué sucedió después de haber recibido el Bautismo, “mientras [Jesús] estaba orando, se abrió el cielo y el Espíritu Santo descendió sobre él en forma corporal, como una paloma. Se oyó entonces una voz del cielo: Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección” (Lc 3, 21-22). Cada detalle del relato está cuidadosamente contado para ubicarnos en la trascendencia del inicio de la vida adulta del Señor. El Padre nos revela la identidad de Jesús como su Hijo.

A quien hemos contemplado como niño en la Navidad, en brazos de José y María, hoy lo vemos iniciando su misión de consuelo y misericordia.

En estos primeros capítulos de San Lucas, el Espíritu Santo tiene un destacado protagonismo. Fecunda el vientre de la Virgen, inspira el saludo de Isabel, se manifiesta como paloma en el bautismo de Jesús, luego lo lleva al desierto (Lc 4, 1); y después vuelve a Nazaret, también llevado por el Espíritu. Te propongo que reflexionemos sobre lo sucedido en la Sinagoga de Nazaret, poco después del bautismo en el río Jordán. En esta primera predicación pública del Maestro hay una marcada presencia del Espíritu Santo, así como en los comienzos de la misión de la Iglesia, el mismo evangelista lo hará notar en el libro de los Hechos de los Apóstoles.

Te transcribo el pasaje: “Jesús fue a Nazaret, donde se había criado; el sábado entró como de costumbre en la sinagoga y se levantó para hacer la lectura. Le presentaron el libro del profeta Isaías y, abriéndolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: ‘El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor’. Jesús cerró el Libro, lo devolvió al ayudante y se sentó. Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él. Entonces comenzó a decirles: ‘Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír’.” (Lc. 4, 16-21)

Como podemos ver, la primera predicación de Jesús fue muy breve: “Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír”. El Señor se reconoce ungido por el Espíritu Santo, “el Espíritu del Señor está sobre mí, Él me ha ungido y me ha enviado”; en Jesús la unción del Espíritu y el envío para la misión acontecen en el mismo momento y no se disocian nunca.

La unción y la misión van de la mano. Además, en la unción y el envío no hay vuelta atrás. Jesús no fue ungido y luego “des-ungido”. La unción es algo permanente, no una acción pasajera. La unción no es para un mes o para dos años sino para siempre. Es una unción que marca su identidad, nos muestra quién es Jesús. Unción es una palabra castellana; en hebreo ungido se dice mesías y en griego se dice cristo. Tanto marca identidad que el nombre que se usa para designar a Jesús será el Cristo, o sea, el Ungido, y tiene que ver con el Bautismo recibido poco antes y esta explicitación en la predicación en la Sinagoga.

Y ahora pasemos a una mirada acerca de nosotros. También somos “ungidos”. Cuando nos preguntan qué religión profesamos y respondemos que somos “cristianos”, estamos diciendo que somos ungidos. Ungidos también para siempre, de una manera permanente. Y así como en Jesús, el Cristo, unción y misión van unidas, en sus discípulos sucede lo mismo. En el Bautismo somos ungidos de modo estable, de modo permanente, para una misión a desarrollar en este mundo, la misma de Jesús: anunciar buenas noticias a los pobres, llevar consuelo a los afligidos; esta es la misión que la Iglesia tiene en este mundo. Porque la Iglesia es el cuerpo de Cristo en esta historia. Unción y misión en Jesús, en la Iglesia, en nosotros, van juntas; y esto marca nuestra propia identidad. Decía San Pablo VI: “la Iglesia existe para evangelizar”. Y nosotros lo repetimos, la Iglesia existe para evangelizar.

Reconocemos en este pasaje evangélico el envío que el Espíritu Santo sigue realizando hoy para una misión permanente. Continuamos siendo enviados para anunciar buenas noticias a los pobres. Por eso, si queremos evaluar la fidelidad a Jesús, tenemos que mirar en quiénes estamos suscitando sonrisas. Si somos capaces de anunciar buenas noticias a los pobres, si ellos se alegran con nuestra presencia, si a ellos llegamos con nuestro consuelo, significa entonces que estamos bien encaminados. Una misión orientada a las pobrezas materiales y existenciales.

Hace pocas semanas desarrollamos la Asamblea Eclesial de América Latina y el Caribe. Varias veces hemos recordado una de las insistencias del Documento Conclusivo de Aparecida: por el bautismo todos somos discípulos misioneros de Jesucristo, llamados a ser Iglesia en salida.

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